Esta entrada es el arranque de un capítulo para un Manual de Diversidad, en el que colaboran distintos autores y que será publicado en 2022 por la Fundación para la Diversidad.
Cambios culturales en las empresas: ni tantos, ni tan rápidos
Actualmente parece que todas las iniciativas relevantes o estratégicas en la empresa tienen que conllevar un cambio cultural. Abundan los ejemplos. Se habla de crear culturas de seguridad, promover culturas de innovación, o desarrollar culturas de aprendizaje. También se proyectan culturas de alto rendimiento, culturas de coaching interno, o simplemente, de sostenibilidad. El “cambio cultural” acompaña insistentemente la narrativa de “transformación” en las empresas y ha acabado desplazando la llamada “gestión del cambio” que, en el pasado, iba siempre asociada a todos los grandes proyectos organizativos.
Frente a esta proliferación de cambios culturales, lo cierto es que el concepto de “cultura organizacional” es elusivo. Aunque podemos rastrear su existencia hasta mediados del siglo pasado, no es hasta la década de los 90 cuando empieza a cobrar notoriedad, a partir de los trabajos de Edward Schein[1]. Para este autor la cultura organizativa se compone de “artefactos, rituales y valores”, es decir desde aspectos muy visibles y tangibles como eslóganes, pósteres con la misión y visión de la empresa, o la forma de vestir de la plantilla, hasta otros muy sutiles como las creencias compartidas o las reglas no escritas sobre lo que está bien o está mal.
De una manera simple y esquemática, los autores Balogun y Hailey[2] definen la cultura organizativa como “la forma en la que hacemos aquí las cosas”. Esa forma particular de hacer las cosas en una empresa viene marcada por el conjunto de normas y valores, explícitos o implícitos, que rigen en la organización y que influyen en el comportamiento del personal y la dirección, ya sea de manera formal o informal. Así, la cultura va más allá de la declaración de los valores de la empresa y supone un entendimiento compartido de lo que es apropiado decir o hacer. Por ejemplo, la cultura determinará hasta qué punto se pueden expresar desacuerdos, cometer errores, incumplir o no fechas límite, o proporcionar abiertamente feedback a los demás.
Si llevamos el concepto de cultura al terreno de la diversidad y la inclusión, estamos hablando de aspectos intangibles en la empresa, como si se valora o no la diferencia, o si se favorece el avance profesional de unos grupos de personas sobre otros, y también de aspectos mucho más concretos, como hasta qué punto se toleran las bromas o comentarios sexistas, o si se permite la presencia de calendarios con desnudos femeninos en las instalaciones de la empresa.
Cuando se posiciona la gestión de la diversidad y la inclusión como un cambio cultural se apela, por tanto, a la necesidad de influir no sólo en los comportamientos visibles del personal y la dirección, sino también en aquellos procesos y creencias compartidas que determinan el ambiente de trabajo y la toma de decisiones acerca de las personas. El cambio cultural lleva asociado, por tanto, un horizonte temporal de largo plazo y cierto carácter de cambio sostenible, frente al carácter efímero de muchas otras iniciativas empresariales. Todo ello requiere el diseño de un plan que abarque varios años y que esté destinado a influir de manera tangible en el entorno de trabajo y también en la relación de la empresa con su ecosistema externo de clientes, proveedores y mercado laboral.
La paradoja de las pequeñas acciones y las grandes ambiciones
La conceptualización de la diversidad y la inclusión como un cambio cultural de largo recorrido choca a menudo con la realidad de planes de acción, al menos en apariencia, muy superficiales. Por ejemplo, se da mucha importancia a las acciones muy visibles en torno a fechas señaladas, como el 8 de Marzo, Día Internacional de la Mujer, o el mes de Junio, como mes del Orgullo. También se da importancia a la participación en eventos, como conferencias de Diversidad e Inclusión, o campañas publicitarias que transmiten lo abierta e inclusiva que es la empresa. Pero, ¿es posible que esas, aparentemente pequeñas, acciones cambien la cultura de la empresa? Todo depende. Probablemente no lo harán si se ejecutan de manera aislada, pero bien orquestadas pueden tener impacto.
Con frecuencia, el punto débil de los programas de diversidad es que no tienen coherencia interna. A menudo son una serie de iniciativas desintegradas: por un lado, se declaran objetivos grandilocuentes en la página web; y por otro, se da mucha importancia a las colaboraciones externas para dar visibilidad a la empresa. Otras veces se anuncian acciones de formación bien intencionadas, pero sin estar integradas en los programas de liderazgo; y casi siempre, las métricas e indicadores de diversidad e inclusión están mal definidos y peor seguidos en el tiempo. El balance final suele ser de pocos resultados y de pérdida de credibilidad.Para evitar fracasos o avances demasiado lentos, el mejor punto de partida es siempre entender la estructura organizativa y el negocio de la empresa, así como el histórico previo con la diversidad. Desde ese análisis inicial es más fácil desarrollar una estrategia sólida que contemple objetivos de diversidad e inclusión que estén alineados con «ese negocio» y no sean genéricos y suenen a frases vacías.
[1] Schein E: Organizational Culture and Leadership. San Francisco: Jossey- Bass; 1995.
[2] Balogun J, Hailey V: Exploring strategic change. London: Prentice Hall; 2004.